Hace dos días
salimos a pasear con mi sobrina y una amiga suya por la calle Güemes de Mar del
Plata. Acomodados sobre un pedazo de asfalto verde, unas sillas plegables de
madera oscura, heladito en mano y a la vera de la transitada calle comercial, nos
alertó una caravana que se acercaba meta bocinazos. Intentamos deducir el
motivo del bullicio y rápidamente descartamos la despedida de solteros, nos
pareció que las seis de la tarde era temprano para ese rito. Cuando finalmente la
sonora procesión pasó frente a nosotros descubrimos a una chica embadurnada
sentada en el baúl del auto, puerta abierta, piernas colgando, que llevaba feliz
un cartel que rezaba: “me recibí, soy
kinesióloga”. No evitamos las risas. Tampoco era para tanto. ¿Kinesióloga?
Si hubiese sido abogada, médica o física nuclear, todavía, pero kinesióloga no
da. Entonces pregunté: “¿y si hubiese escrito
‘me recibí, soy maestra’?” Los tres estallamos en carcajadas.
Cuatro días
después y en la búsqueda de un presente para un querido hijo de mi amiga
Marita, la escena se recreó nuevamente por la misma calle. Esta vez eran al
menos unos cinco autos que desfilaron durante el transcurso de una hora con sus
perlas egresadas dentro de las metálicas conchas móviles, secundadas por una escasa
pero molesta guardia de bocinazos. Las jóvenes –siempre eran chicas- gritaban
desaforadamente; por momentos se detenían y bajaban de sus carrozas para
saludarse entre ellas. Desquiciadas, chorreando vaya a saberse qué mezcla
gourmet sobre sus ropas, cabello y rostros, proferían interminables “¡me
recibí, locooo, la puta que te parió! Me detuve unos segundos para leer sus
carteles. Uno decía, colorido: “Soy jardinera”.
“¿Sos docente? Entonces no te quejés
de tu sueldo, lo tuyo es pura vocación“ -le respondió enojado ese periodista a una
panelista invitada a su programa durante el último paro de educadores de la
provincia de Buenos Aires, con el convencimiento de enunciar una verdad
incontrastable.
Alejandro Zoratti Calvi
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